Massimo Recalcati. ¿Merecemos el Diluvio?

Robinson (La Repubblica), sábado 25 de abril de 2020
Traducción: Paula Schaer

¿Acaso merecemos el mal a causa de haber hecho el mal? ¿Hemos vuelto maldita la tierra a causa de nuestro maldecir la tierra? ¿Debemos sufrir una devastación de la tierra sin precedentes por haber sido protagonistas de una terrible devastación? Estas son las preguntas principales que el acontecimiento bíblico del diluvio y del profeta Noé relanza con desconcertante actualidad. El diluvio bíblico, ¿no es acaso una de las imágenes míticas más disruptivas de la maldición que golpea al género humano? De su relato sabemos que al origen de la violencia divina que decreta la aniquilación de lo creado a través de la furia de las aguas está la maldad humana que consiste en haber despreciado el don de la creación: “El señor vio que la maldad de los hombres era grande sobre la tierra y cada íntimo intento de su corazón no era otro que mal, siempre” (Gn, 6, 5). La decisión de Dios de recurrir al extremo medio del diluvio es una reacción a la violencia sin límite del hombre. Pero de este modo, ¿no cae Dios en la tentación de reflejar esa violencia? ¿No reacciona con la misma violencia ejerciendo una justicia punitiva y fustigadora?

La tesis de Teresa Bartolomei (teóloga italiana docente de la Universidad católica de Lisboa, en una notable publicación reciente titulada ¿Dónde habita la luz? (Vita e Pensiero 2019)) afirma que el acontecimiento del diluvio no justifica en ningún modo la imagen de un Dios sádico y vengativo. Más bien es la violencia de los hombres que proporciona una profética versión de aquella “devastación antrópica del ecosistema” denunciada desde muchos lugares como el problema más urgente de nuestro tiempo. Incluso el Papa Francisco en su Encíclica Laudato si’ (2015) dijo palabras decisivas sobre la agresión humana hacia el planeta, afirmando que los crímenes de los hombres con la tierra son antes que nada crímenes contra ellos mismos.



En vez de ser el horizonte de nuestro habitar común la tierra ha sido reducida a un recurso a usufructuar. La “violencia ecocida” del hombre proviene de su narcisismo antropocéntrico que alimenta una furiosa voluntad de dominio. En el relato bíblico, es esta violencia la que está al origen del dramático arrepentimiento de Dios por la creación de la tierra y del hombre del cual deriva la terrible decisión del diluvio. Pero la tierra que Dios pretende destruir con la violencia de las aguas, no es la tierra de la creación, sino la tierra corrupta por la furia devastadora de los humanos. El problema de Dios no es por tanto cómo destruir la tierra, sino cómo salvarla de los humanos, cómo restituir al mundo el esplendor de su aparición, como “detener el ecocidio”. El diluvio no es un evento de pura destrucción (espectacular como el de la violencia humana). No puede ser leído, precisa Bartolomei, a través de una teología de la maldición. Se trata más bien de un gesto paradójico de salvación: le permite a Noe, el “resto justo de la humanidad”, recomenzar la vida. La cuarentena de las lluvias, como sabemos, perdona a Noé y a los habitantes de su arca. No todo es destruido, no todo es muerte. Queda Noé, un “resto justo” de la humanidad. En el fondo, el representante de la parte mejor de cada uno de nosotros (noi). Se trata de una gran metáfora de la vida que vuelve a comenzar después de una violenta crisis que arrasa, pero de la cual la vida misma debe aprender a ver la propia responsabilidad de haberla provocado. En el relato bíblico, esta responsabilidad consiste en haber establecido una relación de enemistad con la tierra, en haber interpretado la posición del hombre ante lo creado como patrón y no como huésped. Pero la vía de salida de la violencia ecocida –es otra tesis presente en el libro de Bartolomei- no consiste en una regresión fuera de la historia, en un rechazo del progreso y de la civilización. Noé no es la imagen del buen salvaje que se deshace del peso de una sociedad corrupta. Se trata más bien de liberar el conocimiento humano de la sombra tétrica de la razón instrumental que, como han indicado bien Adorno y HOrkheimer, ha nutrido en Occidente la voluntad incondicionada de dominio de la naturaleza. Dios restablece, de hecho, después de los cuarenta días del diluvio y el encierro en el arca, su alianza con Noé sobre bases nuevas. No aquellas de la violencia ecocida del hombre, de su furia manipuladora, sino la del respeto de todos los seres vivientes. La fascinación por el propio Ego lleva al hombre a confundirse idolátricamente con Dios, a confundir su ambición desenfrenada con un poder divino, a confundir más –como muestra bien el trauma del diluvio- el agua de la tierra con el agua del cielo. La nueva alianza compromete al hombre a pensarse a sí mismo como parte de un todo y no como parte separada y dueña del todo.

Noé es el hombre nuevo que extrae lecciones del trauma y restablece una relación de hospitalidad y amistad con la tierra. Por esta razón, Bartolomei dedica una parte de su apasionante libro a la historia de Judas el traidor, porque Jesús es a Judas lo que Noé al mal de los hombres que ha provocado del diluvio. Jesús y Noé son el “resto justo” del hombre, la “semilla de salvación y esperanza”, eso que resiste a la tentación nihilista que habita originariamente lo humano; ese resto que no traiciona, que sabe elegir la vida en lugar de la muerte ahí donde la tendencia del hombre se revela morbosamente más fiel al mal que al bien, a las tinieblas que a la luz. 

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