Una vez en Las Breñas


Hace unos diez años, visité una escuela rural cercana a una pequeña ciudad del interior de la Provincia de Chaco llamada Las Breñas. La ciudad está ubicada al sudoeste de la Provincia, a unos doscientos kilómetros de Resistencia. Teníamos un vuelo a Corrientes, pero se canceló, y tuvimos que tomar un ómnibus de larga distancia para llegar a tiempo. Recién llegadas pasamos un día y una noche en Resistencia, y de tarde tomamos un colectivo que iba para Tucumán, y que nos dejaba en Las Breñas. Un manto de nubes anaranjadas, casi fluorescentes, custodió nuestro arribo. Esa noche la pasamos en un hotel, curiosamente mucho más moderno y confortable que el de Resistencia, casi completo por huéspedes oriundos de otras Provincias, mayormente de Córdoba, en sendas camionetas cuatro por cuatro que no se condecían con las casitas humildes ni con los asentamientos de los que, como las grandes ciudades, Las Breñas ya podía presumir. Salimos a buscar algo para comer. Por las calles, asfaltadas e iluminadas, no encontramos gente. Soplaba un viento cálido, que arremolinaba las esquinas de tierra gris y seca.

A la mañana temprano, la Directora de la escuela, su marido y la maestra nos recogieron por la Plaza principal, para dirigirnos a la escuelita. Eran cien kilómetros. Camino de tierra. Nos rodeaban pujantes plantaciones de soja, tan erectas y prepotentes que casi no se movían con la brisa matinal. Llegaban casi al borde del camino, y rodeaban -victoriosas- cadáveres de árboles, algunos todavía en pie que parecían hacernos señas con sus ramas secas. No vimos ni paisanos a caballo ni animales. Nos cruzamos una que otra moto, y una enorme serpiente que muerta atravesaba el camino. Cuando llegamos a la escuela, nos recibió Hernando, el profesor de Tecnología (agropecuaria claro). Era alto, más bien colorado, de ojos claros e inyectados. Tenía las manos hinchadas y agrietadas, las uñas negras. Tendría unos 40 años, y era de ascendencia ucraniana, como la Directora. La maestra de primaria y el maestro de jardín en cambio eran de ascendencia americana. Hacían chistes respecto a la diversa procedencia de sus ancestros: los rubios ucranianos que habían huido del hambre, y los originarios, todos juntos en la patriada de la escuela rural.




La escuela estaba en un cruce de caminos. Era una edificación en dos bloques. La parte nueva, en la que estaban las dos aulas de primaria, el despacho de la Directora en ele y una antesala, desde donde se manejaba el equipo de música que en un ratito haría la sonar estridente Aurora. Las aulas daban a una galería techada frente al patio central en el que dominaba el obligado mástil todavía sin bandera. Por detrás un terreno arbolado y el gran aljibe. Frente a las dos aulas de primaria (una, para primero, segundo y tercer grado; la otra, para cuarto en adelante), cruzando el patio de baldosas, la edificación antigua donde funcionaba de un lado el jardín de infantes, y del otro el comedor, que daba al patio trasero, patio de tierra con árboles. El comedor lo recuerdo bastante oscuro, con dos mesas largas en donde se sentaban los niños a desayunar, almorzar y merendar. El patio arbolado hacía las veces de sala de profesores durante los recreos, y de lugar de encuentros y  mateadas con las madres o papás que iban, por turnos, a preparar las comidas. Para alguna ocasión especial, solían armar las mesas afuera, y todos comían allí. Al lado de la puerta del comedor, la pileta en donde los niños debían lavar sus utensilios. Nada de hacer correr el agua. Se llenaba la pileta, y en esa misma agua, los cuarenta chicos debían lavar cada uno lo suyo.
     
Cuando llegamos no hubo tiempo para protocolos. Ya empezaban a llegar las motos con las mamás y papás que traían a los niños. Los menos llegaban en bicicleta, y ninguno caminando. Nos miraban con curiosidad, pero rápidamente comenzaron los gritos, las corridas, los juegos… Los más grandes nos miraban de lejos, y conversaban, serios. De repente, tocó la campana, y todos formaron. Había que subir la bandera. Una nena de cara redonda, con el pelo recogido, tirante, con una trenza negra y gruesa que caía sobre el guardapolvo, subía la bandera. Fuerte sonaba Aurora, mientras el calor empezaba a amenazar. La maestra dio un discurso acerca del agua. Era el Día Mundial del Agua, según lo había establecido Naciones Unidas, y allí mismo, en medio del perecido monte chaqueño, hablábamos del agua. Ese agua que relucía silenciosa allá en el aljibe, y en ningún lugar más en varias decenas de kilómetros a la redonda. Más cristalina cuanto más escasa.   

Había un clima de jolgorio. A nuestra visita, se sumaba la inminente llegada de los envíos del Gobierno Nacional: útiles escolares, material didáctico, juegos para jardín de infantes. Cosas nuevas y relucientes. Nada de caridad desvencijada, deshilachada o rota, nos dijo la Directora. Pronto llegaría la camioneta de Don Ignacio, que transportaría el envío hasta la escuela. Don Ignacio era un señor de casi setenta años, que había sido alumno de la escuelita, y le gustaba contar cuando los padres y madres Toba, con su vestimenta típica, traían a sus hijos a la escuela, allá por los cincuenta.

A pesar el alboroto, las clases debían comenzar, así que los niños se dividieron en las tres aulas. De mañana, lengua y matemática. De tarde, tecnología. Recorrimos las aulas. Los niños y las niñas nos mostraron los cuadernos, las tareas, pero luego los dejamos. Nos fuimos para la cocina a ayudar a las mamás a las que ese día les tocaba cocinar. La oscuridad era fundamental para alejar el calor, pero los lugares más frescos estaban debajo de los árboles. Hernando nos explicó que debajo del algarrobo, el único en el predio de la escuela, un viejísimo algarrobo de tronco ancho, que conservaba la abrazadora herida que un rayo, que lo había rodeado como una serpiente, pero sin derribarlo. Hernando nos dijo que debajo del algarrobo podía llegar a haber hasta cinco o seis grados menos de temperatura. Cosa que experimentamos con gran alivio.

Iba quedando lejos la costumbre del asfalto, el ruido de los motores, los colectivos, los oficinistas, el microcentro, las noticias, los debates capitalinos, y el canto de los pájaros, el silencio de fondo al griterío de los niños, los escasos y reparadores árboles, el agua quieta y misteriosa del pozo, la tierra seca salpicada de algún arbusto e incluso la sofocante humedad del aire se volvían familiares. Más que eso. Después de que el sol se cansó de sostenerse en el cenit y de abrazarnos hasta dañarnos, a esa hora en que las cosas empiezan a alejarse de sus sombras, para volverse ellas mismas oscuridad, una curiosa e incómoda nostalgia, como la de una infancia deliberadamente olvidada, empezó a volverme más extraña a mí misma. Sentía que no estaba allí, o mejor que había estado hacía mucho tiempo. Como si me estuviese invadiendo sutilmente un recuerdo que no era mío, una memoria extraña, ajena, de un pasado desconocido.

Hernando me invitó a participar de la clase de tecnología. Era la primera clase de ese año lectivo. Debíamos preparar la tierra primero. Los varones hacían el trabajo duro de remover la tierra endurecida durante los tórridos meses de verano. Era apenas una cáscara, y enseguida empezaba a aparecer la tierra sana, húmeda y oscura. Las chicas se encargaban de arrancar los oportunistas yuyos para que las semillas que íbamos a sembrar puedan brotar sin escollos. El yuyal era terco, resistente. Como las espigadoras, había que agacharse, tironear para doblegar ese tenaz entretejido. Ayudé un rato a las chicas, pero luego le pedí a Hernando que me preste una pala para colaborar con los varones. Mientras clavaba la pala en la tierra, y la veía asomar, respirando, me sobrevino una profunda emoción que hizo brotar alguna lágrima rápidamente disimulada. Cierto que esos movimientos corporales estaban atravesados por una historia continental de expropiación de ese vínculo originario con la tierra, de esa relación de cuidado, de amor por la tierra, que se había convertido en trabajo esclavo, sujeción, castigo y sufrimiento para convertirla en mercancía. ¡Cuánto dolor había implicado el mundo abstracto en el que vivimos! De repente sentí que estaba haciendo un duelo, ese que cada uno de nosotros estábamos postergando sin saberlo. Nosotros, los que vivimos en la abstracción de la mercancía, encarnada en el hacinamiento de la gran ciudad, en la especulación financiera, en las redes sociales, en la mediación permanente de los dispositivos electrónicos, en el olvido de la tierra, del cuidado y del amor por ella.

En otras Provincias, otras escuelas, otros lugares, como la huerta de Hernando, se da la batalla diaria a los grandes terratenientes que mediante el arrendamiento, la compra o la expropiación violencia -otra vez- arrojan a los habitantes de esas tierras a los asentamientos en torno a las pequeñas y grandes ciudades se hacen cada vez más grandes. La Directora nos cuenta que las escuelas rurales cada vez tienen menos alumnos. Muy pocos son los paisanos que pueden mantener sus pequeñas chacras de subsistencia, cuyos hijos eran los que asistían a las escuelas; cuando no deben llevarlos, en lugar de a la escuela, a trabajar en el desmonte, única fuente de ingresos que encuentran. 

Ojalá la clase política se atreva a dar esta batalla, en lugar de dejar que siga avanzando el sojización, conformándonos con un porcentaje de retención que permita solventar la desgracia de las familias expropiadas u obligadas a migrar a los suburbios de las grandes ciudades. Rechazar el duelo, pensando que se trata de ecologismo bobo, no es otra cosa que postergarlo. Elaborarlo no significa vivir en la ilusión de un pasado prístino e ideal, sino pensar nuevas formas de relacionarnos con la Tierra, que nos permitan subsistir, sin entregarle la cosa a un pequeño grupo de rapaces terratenientes que supuestamente conocen la forma más eficiente de explotación, mientras destruyen la Tierra y a sus habitantes. De lo contrario las escuelas rurales ya no tendrán sentido. La huerta de Hernando desaparecerá junto con sus enseñanzas. Y nuestra Tierra, y nosotros seremos definitivamente una abstracción real.



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