Tres palabras para los muertos y para los vivos


Etienne Balibar

9  de enero de 2015


 


Un viejo amigo japonés, Haruhisa Kato, antiguo profesor de la Universidad de  Tokio, me escribió esto: «Vi las imágenes de Francia en duelo. Estoy profundamente conmocionado. En su momento, me encantaban los álbumes de  Wolinski. Más tarde lo dejé por el Canard enchaîné. Miro todas las semanas los dibujos del Beauf de Cabu. En mi escritorio tengo a un lado el libro de Cabu et Paris, con admirables imágenes de jovencitas y  turistas japoneses paseando por los Champs-Elysées.» Y luego esta reserva: «La editorial del 1 de enero de Le Monde comenzaba con estas palabras: “¿Un mundo mejor?  Esto supone, en primer lugar, la intensificación de la lucha contra el Estado islámico y su ciega barbarie”. Me sorprendió esa afirmación, según creo bastante contradictoria, que es necesario pasar por la guerra para tener paz!»

 

Otros me escribieron desde Turquía, Argentina, Estados Unidos. Todos expresaron su compasión y solidaridad, pero también la inquietud por nuestra seguridad y nuestra democracia, por nuestra civilización, yo diría por nuestra alma. Es a ellos a quienes les quiero responder, al mismo tiempo que respondo a la invitación de Libération. Es justo que los intelectuales se expresen, sin privilegios (sobre todo el de una lucidez particular), sin reticencias y sin cálculo. Es un deber de nuestra función, para que la palabra circule  en la ciudad a la hora del peligro. Hoy en día, en la urgencia, quiero pronunciar apenas tres o cuatro palabras.

 

Comunidad. Sí, tenemos necesidad de  comunidad para el duelo, para la solidaridad, para la protección, para la reflexión. Esta comunidad no es exclusiva. No es la comunidad de aquellos, entre los ciudadanos franceses o inmigrantes, que una propaganda cada vez más virulenta, que recuerda episodios siniestros de nuestra historia, pretende asimilar a la invasión y al terrorismo para hacer de ellos los chivos emisarios de nuestros miedos, nuestro empobrecimiento y nuestros fantasmas. Tampoco es la comunidad de aquellos que creen en las tesis del Frente nacional o que se sienten seducidos por la prosa de Houellebecq. Se debe explicar por sí misma. La comunidad no termina en las fronteras, pues esos sentimientos, responsabilidades e iniciativas a las que apela la «guerra civil mundial» en curso son de todos, a escala internacional y si es posible (Edgar Morin tiene absoluta razón en este punto) en un marco cosmopolita.  

Es por ello que la comunidad no se confunde con la « unión nacional ». Este concepto sólo ha servido a metas inconfesables como imponer el silencio a preguntas molestas y hacer creer que las medidas de excepción son inevitables. Ni siquiera la Resistencia (precisamente por esa misma razón) invocó en su momento ese término. Y hemos visto recientemente cómo, apelando al duelo nacional y a su prerrogativa, el presidente de la República aprovechaba para insinuar una  justificación de nuestras intervenciones militares, de las que cabe señalar que han contribuido a deslizar al mundo en esta pendiente. Después de lo cual vienen todos los debates tramposos de los partidos « nacionales » y los que no lo son, pero que debieran llevar ese nombre. ¿Están queriendo competir con Mme Le Pen?

 

Imprudencia. ¿Los dibujantes de Charlie Hebdo fueron imprudentes? Sí. Ahora bien, la palabra tiene  dos sentidos, más o menos fácilmente discernibles (y, obviamente, hay algo en esto de subjetividad). Desprecio del peligro, gusto por el riesgo, heroísmo si se quiere.  Pero también indiferencia respecto de las consecuencias eventualmente desastrosas de una sana provocación: en este caso, la humillación de millones de hombres ya estigmatizados, librados así a las manipulaciones del fanatismo organizado. Creo que Charb y sus camaradas han sido imprudentes en ambos sentidos del término. Hoy que esta imprudencia les ha costado la vida, revelando al mismo tiempo el peligro mortal que corre la libertad de expresión, me inclino a pensar sobre todo en el primer aspecto. Pero para mañana y pasado mañana (pues este asunto no va a durar un día), me gustaría que reflexionemos sobre la manera más inteligente de manejar el segundo y su contradicción con el primero. Y esto no quiere decir necesariamente que seamos cobardes.

 

Yihad. Pronuncio esta palabra que da miedo, a propósito y para terminar, pues es el momento de examinar sus implicancias. No tengo por ahora más que el esbozo de una idea, pero es algo: nuestra suerte está en manos de los musulmanes, por más impreciso que sea esto. ¿Por qué? Porque es justo ponerse en guardia contra las amalgamas y oponerse a la islamofobia que pretende leer en el Corán o en la tradición oral el llamado a matar. Pero esto no alcanza. A la explotación del islam que hacen los yihadistas, cuyas principales víctimas en todo el mundo –no hay que olvidarse de eso- son los propios musulmanes, sólo puede responder una crítica teológica y finalmente una reforma del « sentido común » de la religión, que haga del yihadismo una contraverdad a los ojos de los creyentes. De lo contrario, quedaremos atrapados en la trampa mortal entre el terrorismo, susceptible de atraer a todos los humillados y ofendidos por nuestra sociedad en crisis, y las políticas de seguridad, liberticidas puestas en marcha por Estados cada vez más militarizados. Hay una responsabilidad de los musulmanes o más bien una tarea que les incumbe. Pero nosotros también tenemos la nuestra, no solamente porque el « nosotros » del que hablo, aquí y ahora, incluye por definición a muchos musulmanes, sino también porque las posibilidades de semejante crítica y semejante reforma, hoy existentes, se volverán completamente nulas si  nos seguimos ajustando a los discursos del aislamiento, cuyo objetivo son precisamente su religión y sus culturas.

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